La luz

   


 Son las nueve de la mañana pero el calor que hace es por lo menos el de las once.  Llevo los brazos brillantes y me bajan algunas pequeñas gotas por las sienes. Debe ser que no hay nada de viento. Debe ser que ya llevo caminando más de una hora. Debe ser que no es un buen día. 

     Además de transpirado voy inquieto y algo molesto. Es uno de esos días en los que me es difícil pasar desapercibido. Las personas que me cruzo miran la cámara de fotos como si fuera una granada a punto de explotar. Es curioso eso, hay días en los que puedo andar totalmente mezclado con el ambiente y con la gente; días en los que nadie se fija en mí ni aunque vaya a los gritos pelados. Y hay otros, sin embargo, en los que parece que llevara colgado un cartel de “mírenme”. Nunca le pude encontrar una explicación racional a ese fenómeno. Lo descubrí aquí, caminando la playa hace ya varios años, y tiempo después pude confirmar que pasa en los trenes, en las salas de espera, en las fiestas; en todos lados.

      -Qué lindo empezar el día encontrándose un fotógrafo en la playa… - La frase, algo así como un piropo torpe e inconducente, me sorprende y me saca de mis también torpes e inconducentes reflexiones. Mi primera reacción es siempre la de hacerme el otario, así que le sonrío y sigo de largo, pero ella me frena y como explicándose, agrega: -Yo también fui fotógrafa. Y empezamos a conversar.

     Estamos sentados sobre el caño transversal de un mangrullo. Todavía no está el guardavidas. El sol nos pega de frente y yo ya sé que se llama Laura. 

     Laura vende medialunas y dejó estacionado el carrito gris plata a un costado. Parece ser medio jipona, tiene una pollera hindú amarilla y naranja llena de arabescos y pequeños espejitos, y sobre la musculosa lleva un pañuelo largo, una especie de bufanda liviana a la que agarra continuamente cuando habla y gesticula, en un revuelo de colores que está tan cerca de la plástica como de la danza.

     Me cuenta que de piba trabajaba en “un vivero de plantas caras” en Buenos Aires, que hacía las fotos de esas plantas en un jardín de invierno con luz natural, de la ansiedad que sufría hasta verlas reveladas, de sus autorretratos, de su posterior adicción a querer fotografiarlo todo. Yo disfruto escuchándola, sus frases tienen una cadencia eufónica y hasta el momento, su nostalgia es más bien pícara que triste.

     De pronto la veo encender un porrito que supongo no debe ser el primero del día. Yo pienso que va a convidarme, lo que hubiese estado bien, pero no lo hace y sigue con su historia que ahora empieza a oscurecerse.

     Y me habla de un boludo maltratador, de la intención de ocultar un aborto que sale mal, de un torbellino de violencia doméstica que no para de escalar, de una tía que vivía en la costa y que se muere de pronto, y de un departamento que queda libre y que resultaría la puerta de salida a todo ese caos y la puerta de entrada a veinte años de un cambio radical en su modo de vivir.

     Una señora se acerca al carro de medialunas y veo que Laura le niega con la cabeza. Seguramente esté conmovida por el recuerdo. Al ratito se levanta y se acerca al carro. Yo pienso que va a ofrecerme alguna de sus medialunas almibaradas y tentadoras, lo que me hubiese encantado, pero solo baja un vidrio pivotante que hacía de pequeña puerta y vuelve a sentarse. 

     Y vos, ¿qué onda?- dice señalándome la cámara.

     Yo hoy estoy más para escuchar que para hablar, así que prendo la cámara e intento mostrarle las fotos que estaba haciendo. Es tanto el sol y tan pobre el brillo de la pantalla que casi ni se ven las fotos. Igual, lo poco que ve la divierte y me pide que le explique y le muestre un poco más. Mientras yo busco el celular y pongo el brillo al cien por ciento, Laura se saca una gomita de la muñeca y se ata el pelo castaño repleto de islas entrecanas. En el teléfono las fotos se ven mejor y se rie con Sucundum, reconoce algunos lugares de la serie Soledades, mira las fotos de los médanos y navega rápidamente por otros proyectos. Le hablo de los pintores ciegos y de mis fotos en Europa y de cómo, no sé por qué, siempre vuelvo acá, a fotografiar la playa. 

     Luego noto que separa un poco su cabeza de la mía, y me mira a los ojos. Yo pienso que va a besarme, y no hubiese estado mal, pero baja la vista, le pega unas pataditas al suelo y deja que la arena discurra lentamente de sus sandalias como el paso del tiempo en un reloj antiguo.

     La mañana está desbordante de sol y el resplandor nos hace entrecerrar los ojos. Descubro que sus piernas, mis brazos y las medialunas tienen exactamente el mismo color y brillo.

     -Así que siempre volvés a la playa. 

     -Acá estoy- Le contesto. 

     -Tal vez, nosotros, los fotógrafos, seamos como ese borracho del chiste- Por suerte no esperó a qué le preguntara de qué chiste se trataba, porque enseguida agregó: - En plena noche, el borracho está buscando algo a tientas debajo de un farol. Una persona se acerca y le pregunta qué estaba buscando. Las llaves de mi casa, contesta el tipo. Las perdí en el parque. ¿Y por qué las busca acá? Porque es el único lugar en donde tengo luz.


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