Corvinas plateadas

   


  2:30 AM y la costa está apaciblemente oscura. El sonido del mar es fuerte y constante, pero a esta hora, en esta noche de verano, cuenta como silencio. Voy caminando por la costanera y apenas unos metros más adentro, sobre la avenida Chiozza, todavía resuenan, perdidos, los ecos de una noche intensa. Ya van más de diez días de recorrer y fotografiar maratónicamente la playa y noto que mis piernas empiezan a exigir algo de respeto. A lo lejos, veo venir un taxi y al pararlo el chofer me abre la puerta delantera. “Mala suerte”, pienso. 

     -Tuviste buena suerte -me dice ni bien termino de cerrar la puerta. Lo miro un poco incrédulo y agrega:  -Te tocó el único taxista sanbernardino de todo el municipio. Quiero decir, nacido y vivido en San Bernardo. 

     El tipo parece ser buena gente y me cuenta entusiasmado lo que era vivir en la costa sesenta años atrás: “acá era todo médano”, “estos edificios ni existían”, “a la mañana, saludábamos a los pingüinos”, “la única sala médica la habían puesto en el campo”. Yo lo escucho como a una música suave mientras miro por la ventanilla esas playas, ahora desiertas y semi invisibles, a las que no puedo parar de fotografiar de día, cuando irradian colores inverosímiles y están desbordantes de caos, de escándalo y de gente. ¿Por qué lo hago? ¿Para qué?

     -Lo que es muy lindo de ver es cuando vienen las corvinas a comer a la costa. Siempre comen en cardumen, miles de corvinas, todas plateadas y brillantes, se acercan a la orilla para comer almejas. Se paran perpendicular al mar y como hay poca agua queda la mitad del pez afuera, como bailando. Son unos pocos minutos, pero es algo mágico.

     La imagen me fascina y le digo que a pesar de que camino muchísimo la playa, nunca pude verlas.

     -Verlas es muy difícil. Tienen que pasar tres cosas -El tipo me busca la mirada y me muestra el pulgar levantado que anuncia el primer punto-. Que a las corvinas se les dé por comer en la costa. Lo hacen muy pocas veces. Dos, que vos justo estés ahí, en medio de esta inmensidad, en el lugar que eligieron para comer. Y tercero, que esto pase antes del 97´, que es cuando se acabaron las almejas.

     Disfruto que haya puesto la asincronía temporal en el mismo plano que los otros dos puntos, me resulta pícaro y hermosamente borgiano, pero no le digo nada. Me quedo por un rato masticando el sinsabor de no poder vivir la experiencia de las corvinas danzantes. 

     Pero a medida que el auto avanza, y voy viendo como la luna espolvorea sobre el agua sus destellos nacarados, me doy cuenta de que tal vez, la única manera de poder ver a las corvinas, sea dentro de este auto, en esta noche soñada y en compañía del único taxista sanbernardino. 

     Y me bajo del auto pensando que quizás, dentro de muchos años, mis fotos playeras puedan ser un hueco por donde espiar un tiempo ya inexistente e inexplicable. Una posibilidad de conectar con el absurdo y la belleza de una época mítica y fantástica . Como si vinieran conmigo en la mochila durante mis caminatas por la orilla. Como quien ve las corvinas, a través de la empañada ventanilla de un taxi.

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