Cyrano de Bergerac

     


El jueves pasado fui a ver Cyrano al teatro San Martín. Y no me gustó. Y la aplaudí como loco. 

     Entrar al San Martín tiene algo de mágico. Hay un misterio en esas salas, lindas y feas al mismo tiempo, que cautiva y perturba. Si además, uno va a sentarse durante tres horas, en un día de semana, a ver una obra escrita en versos alejandrinos a finales del siglo diecinueve, en una coyuntura absurda y distópica, la situación toma ribetes contraintuitivos y hasta, podríamos decir, de rebeldía. 

     Al teatro se le pone huevo. Para verlo y para hacerlo. El puma Goity estaba interpretando el papel de su vida y lo dejó clarísimo en escena. Los otros más de veinte actores y actrices, no se guardaron nada tampoco. Cada mínimo botón de los trajes, los sutiles bordados de las prendas y los detalles minuciosos de la impactante escenografía, demostraban el profesionalismo, la dedicación y el amor que le pusieron los carpinteros, costureros, y demás trabajadores y trabajadoras del teatro.

     Pero cien conejos no hacen un caballo, y la obra se perdía entre evidentes errores de dirección y decisiones mal tomadas.

     Qué importa. ¿Quién carajo soy yo para pasarla mal ante semejante acto de entrega? 

     Salí del teatro queriendo parecerme mucho más a ese Cyrano: valiente, orgulloso, amante del amor y de la poesía; imperfecto como todos y digno como pocos. 

     Y eso ya es un montón.    

     Creo que a veces conviene dejar la lupa a un costado; ir al arte -o al amor- con los ojos curiosos, pero no escudriñadores. Relajarse y dejarse impregnar. No sea cosa que por andar midiendo mucho el tamaño de una nariz (spoiler alert) nos perdamos de disfrutar el amor incondicional del gran Cyrano de Bergerac.

Comentarios

Entradas populares de este blog

En el inicio

El Payaso

Corvinas plateadas