El Samovar


     La tarde en La Boca está ruidosa y ardiente. Abril y Rocío curiosean chucherías en la feria y como veo que la cosa viene para largo, me abro paso entre los turistas, los cambiadores de dólares y los dobles de Maradona, y llego a la puerta del Samovar de Rasputín en busca de una cerveza salvadora. 

     Y ahí, de golpe, como de un rayo sombrío, me bajó todo.  

     Eran noches misteriosas y seductoramente sórdidas para tres adolescentes de zona norte. Nos bajábamos del 29 de madrugada y era como poner el pie en otro planeta. La niebla portuaria de la que habla el tango, apenas se interrumpía por unos pocos faroles de luz amarilla, casi naranja. Mi primo Sebastián y su amigo Roberto eran dos años mayores que yo y, por lo tanto, caminaban dos pasos adelante. Íbamos con algo de temor. Íbamos con muchas ganas. Íbamos erguidos sobre ese terreno inestable y oscuro que fueron los años noventa. 

     La excusa era un programa de radio al que producíamos, editábamos, operábamos y conducíamos nosotros y al que nunca lo escuchaban más de catorce personas. Pero que nos metía, por ejemplo, adentro de ese mítico Samovar de Rasputín en busca de reportajes a músicos de blues, de coberturas de recitales, de historias, de experiencias. 

     La bohemia de la noche se esparcía ante nosotros y nos inundaba de sueños y de excitación. Veíamos como Pappo solo dejaba de beber cuando Jorge Pinchevsky destrozaba su violín en el escenario; hablábamos en un rincón con Botafogo y entre los mingitorios con Black Amaya. La falopa pasaba por delante nuestro, pero todavía no la tocábamos. Con las mujeres nos pasaba parecido. Todo era oscuro y luminoso al mismo tiempo. Todo estaba por hacerse y deshacerse. Seríamos rockers, poetas, cineastas, seríamos todo lo que quisiéramos ser, eso estaba clarísimo. 

     Otras noches aterrizábamos en el Rojas, o en el Bululú, en donde no creían en nuestro carnet de prensa. La entrada era por consumición y entonces pedíamos un vaso de Coca Cola para los tres. Teníamos tantos granos en la cara que nos la dejaban pasar. Yendo a 300 k/h todo se ve más claro y las cosas se suceden casi sin transición. Una noche, Gustavo Cordera nos invitaba una cerveza, otra, el Bahiano nos quería cobrar el saludo, de ahí a los pasillos de Página 12 en donde Jorge Lanata nos llenó de nicotina durante una hora y media. Al día siguiente, Pettinato nos hacía escuchar su disco de jazz experimental y las Blacanblus nos sacaban a patadas cuando notaron que estábamos grabando el ensayo.

     A veces, en el bar de puente Saavedra jugábamos al pool entre colectiveros, ladrones y pasadores de quiniela, y de ahí, nos íbamos sin dormir al colegio secundario en donde los chicos de nuestra edad compartían el gel con el que se peinaban el jopo y las chicas de nuestra edad solo tenían ojos para los coordinadores de viajes de egresados. A mí ese mundo me quedaba muchísimo más lejos que el camarín del Samovar en donde una noche, Javier Martinez salió a hacer su show y nos dejó encerrados por varias horas.

     Me gustaría decir que alguna brasa de ese fuego arde en mí todavía. Me gustaría decir que aún hay cosas por hacer y deshacer. Me gustaría decir que escribí este texto sentado en el bar, bebiendo la cerveza salvadora, pero no pude entrar. 

     No me animé.


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